Director del Centro de Bioética, U.Central
Hay un cuadro de Picasso que no es muy conocido. Describe, en términos aún realistas, una mujer moribunda en una cama en su casa, con un médico sentado al lado que le toma la mano y el pulso, y al otro lado una monja que le ofrece una taza de líquido con un remedio mientras carga a un niño pequeño que está observando toda la escena.
Esa era la forma habitual de morir en el siglo XX en España, en la propia casa, acompañados de la familia, incluidos niños, vecinos, parientes, que velaban después al difunto en su habitación. Era la forma de morir de nuestros abuelos. Nuestros padres ya han fallecido de otra manera, con más años de edad, en el hospital y como resultado de alguna situación crítica dentro de un proceso largo de enfermedades crónicas. Hoy, en general, los chilenos fallecen en el hospital, en la urgencia esperando quizás un milagro, o peor aún, en cuidados intensivos. Los niños han desaparecido de la escena, se les oculta la muerte, y las monjas han sido sustituidas por eficaces enfermeras y auxiliares. Ojalá también la humanidad del trato del médico, sentado al borde la cama, y de la monja, sigan presentes en unos cuidados humanizados hoy por parte de los médicos y enfermeras.
Ninguna ley exige, ni siquiera la Ley chilena de Derechos y Deberes del Paciente, que el médico o la enfermera sonrían, se sienten al lado de la cama, y tomen la mano de un moribundo. Sin embargo, que un médico o una enfermera jamás sonrían a un paciente, nunca se sienten con ellos, o les den la mano, significa que no son buenos profesionales de la salud. Les falta humanidad, empatía, compasión, solidaridad, precisamente los valores más necesarios para ayudar a las personas a afrontar el final de su vida y la muerte.
Todos hemos experimentado el dolor como expresión de nuestra finitud y límites físicos, psíquicos, afectivos, espirituales. La muerte es la experiencia radical del dolor en todos esos sentidos. El dolor y la muerte son un des-ligamiento de los lazos fundamentales de la vida. Por eso, vivimos el dolor y la muerte como situaciones de indignidad: no decidimos ponernos enfermos ni morir, es algo que acontece constantemente alrededor y sabemos que, en algún momento, nos tocará. Todo ello en contra de nuestra autodeterminación y libertad, característica esencial de los proyectos de vida.
Por eso, sentimos la enfermedad y la muerte como acontecimientos anti-naturales, que no son justos. Nos sorprende lo cotidiano del enfermar y del morir, lo negamos y tratamos de ocultarlo, o de darle un sentido o explicación. Finalmente, necesitamos ese mismo sentido o explicación para poder marcharnos en paz.
¿Tienen sentido el dolor y la muerte? Siempre se ha intentado responder estas preguntas, de acuerdo a concepciones religiosas, filosóficas y creencias. Ante esto, la bioética ofrece dos caminos: uno, racional, de deliberación en torno a las diversas y críticas decisiones que deben tomar los pacientes, los médicos y los familiares, para hacerlas más fáciles; y otra humana, una ética del cuidado que lleva al acompañamiento en la enfermedad y el proceso del morir; al afecto, la empatía, la compasión y, finalmente, al amor, como superación del espacio y del tiempo, del dolor y de la muerte.
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