Este domingo yendo a buscar un repuesto para la bici de mi hijo, me encuentro con la guerra mundial desatada: el supermercado había sido tomado por asalto por centenares de compradores de cloro, desinfectantes, detergentes y alimentos no perecibles. Las góndolas, como hemos aprendido que se llaman las estanterías del retail, vacías, parecían arrasadas por los ejércitos de Atila.
El individualismo también es una pandemia, sobre todo en tiempos como los que está viviendo el mundo y nuestro país; protejámonos de ella y aboquémonos a lo que la inmuniza: la responsabilidad colectiva, que en el fondo es la manera en que se debe entender la solidaridad. Es en momento como éstos en que se pone a prueba cuánto hemos avanzado como civilización; cuánto la cultura, la conciencia colectiva, nos han distanciado de la supervivencia predatoria.
Empatía ante los problemas sociales era una de las principales demandas que legítimamente exigían los movimientos sociales a partir de octubre. Empatizar hoy con los más vulnerables al coronavirus es el ejercicio que se nos demanda como individuos y sociedad. Poner atención en las personas por las que trabajamos a diario en el Hogar de Cristo: los adultos mayores en abandono, los hombres y mujeres con discapacidad mental, las personas en situación de calle, a las que no se les incluye como grupos de riesgo por las autoridades sanitarias para cuestiones como la vacunación contra la influenza, personas frágiles, inmunodeprimidas, desprotegidas, solas. Los jóvenes no pueden sentirse librados porque este es un mal de viejos; el raciocinio es al revés, son los más sanos, los más aptos para sobrevivir, en el decir de Darwin, los que debieran velar por la supervivencia y el bienestar de los en extremo vulnerables.
Es imposible no acordarse del “Ensayo sobre la Ceguera” de Saramago, parábola de la mezquindad que surge cuando el ser humano se ve enfrentado a sobrevivir. Es una visión distópica presente en tantísimas películas y libros que disfrutamos como entretención y que ahora intuimos podrían convertirse en realidad al ver el comportamiento irracional de las masas cuando están bajo la amenaza de contagio de una enfermedad letal y desconocida. Pero como la vida no es una serie de Netflix confío que primará la cordura y la cultura, entendida en esa sabia definición de la antropóloga Margaret Mead que anda dando vueltas en redes sociales y que afirma que el primer signo de civilización fue el hallazgo de un fémur roto y curado, porque ningún animal sobrevive a un hueso quebrado sin la ayuda de otro. Ayudar a los demás en tiempos de dificultad es el punto donde comienza la humanidad y la civilización.
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